De cómo un país se propone cambiar un sistema, y se convence de que ir a la escuela e invertir en educación sí paga.

Paulo Renato Souza(*)

Al comparar históricamente a Brasil con países latinoamericanos como Argentina, Uruguay y Chile, es factible apreciar la importancia relativamente menor que la educación ha tenido en su desarrollo económico y social. Por ejemplo, mientras que en los tres países mencionados se hicieron enormes progresos durante el siglo XIX, prácticamente universalizando el acceso a la educación básica, Brasil sólo lo hizo adecuadamente a finales del siglo XX.

En el período 1995-2002, durante el gobierno del Presidente Fernando Henrique Cardoso, Brasil implementó un amplio y exitoso proceso de reforma educativa que produjo significativos resultados, aun en el corto plazo. La tasa de escolaridad de la población entre 7 y 14 años creció de 87% a 97%; la expansión de la matrícula en la enseñanza media fue de 82% en el período y el de la enseñanza superior de 116%.

Al mismo tiempo, los cambios cualitativos fueron relevantes. Se creó un amplio sistema de información y evaluaciones educacionales, que cubre todos los niveles de enseñanza. Asimismo, los indicadores de calidad evolucionaron positivamente, ya sea en la calificación de los profesores, las condiciones de las escuelas o en el desempeño de los alumnos en las pruebas.

El proceso se caracterizó por una descentralización extrema y por la participación, e involucró a todas las instancias federativas: la Unión, los Estados y los municipios, bajo el liderazgo del Ministerio de Educación. No obstante ser Brasil un país históricamente descentralizado, la coordinación entre estas esferas y el efectivo liderazgo del Ministerio fueron hechos absolutamente novedosos que tuvieron una gran significación para el éxito de la reforma.

A mi modo de ver, la iniciativa más importante fue la creación del Fondo de Desarrollo de la Enseñanza Fundamental y Valorización del Magisterio (Fundef), elemento crucial para garantizar la equidad en el acceso a la escuela en un país tan heterogéneo como Brasil, universalizando el acceso a la educación básica con la incorporación masiva de los más pobres y las minorías raciales en apenas ocho años.

El Fundef se aprobó en septiembre de 1996, mediante una reforma constitucional. Gracias a él se produjo un cambio radical en la repartición de los recursos fiscales en el ámbito de cada estado y entre los estados y sus municipios, haciéndola en función del número de alumnos en las escuelas estatales o municipales. Además, el gobierno federal pasó a garantizar un gasto mínimo nacional por alumno por año en los estados en donde esa cifra no se alcanzaba con los recursos propios de dichos estados y municipios. Se ha fijado también que por lo menos un 60% de los recursos del Fondo en cada estado o municipio sea utilizado exclusivamente en el pago de profesores en ejercicio efectivo en el sistema de enseñanza. Esto último impulsó un importante proceso de mejora de los salarios de los maestros, especialmente en las regiones más rezagadas del país.

Los alcaldes se dieron cuenta de que más niños en sus escuelas significaba más dinero del recaudo fiscal. Este proceso de incorporación de niños fue liderado por los 5.562 alcaldes brasileños. Mientras que en 1994 las escuelas municipales tenían 12 millones de alumnos versus 18 millones en las estatales, hacia el año 2002 las municipales tuvieron 18 millones y las estatales redujeron su número a 14 millones. Ello se dio tanto por un proceso de municipalización de escuelas de primera a cuarta serie, como por un gran movimiento de creación de nuevas escuelas municipales e incorporación de alumnos a las preexistentes.

A partir de 2001, la universalización del acceso a la enseñanza fundamental se debió también a la creación del Programa Bolsa Escola Federal. La gran novedad de este fue la emisión de una tarjeta magnética -semejante a una tarjeta de crédito-, a nombre de la madre de las familias de ingresos más bajos. El monto dado variaba de acuerdo con el número de hijos entre 6 y 15 años, que estuviesen asistiendo efectivamente a la escuela. En sólo ocho meses emitimos 5 millones de tarjetas beneficiando a cerca de 9 millones de alumnos.

En mis discursos yo acostumbraba a decir que primero garantizaríamos los recursos para estructurar la oferta educativa, y que después pasaríamos a estimular la demanda, al otorgar un estipendio mensual a las familias más pobres, vinculado a la frecuencia de asistencia de sus hijos a la escuela. El razonamiento puede sonar un tanto economicista, pero el hecho concreto es que sin dinero no se hace buena educación, y éste depende de que la sociedad, como un todo, esté convencida de que es esencial educar a todos. Finalmente Brasil ha despertado ante esta necesidad.

(*) Paulo Renato Souza es actualmente consultor en temas educacionales. Ha sido ministro de Educación de Brasil entre 1995 y 2002. También fue gerente de operaciones del Banco Interamericano de Desarrollo, rector de la Universidad de Campinas (UNICAMP) y Secretario de Educación del gobierno del estado de São Paulo.