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BERNARDO RECAMÁN SANTOS (*)
El Decreto 230, seis años después

En Colombia pocas normas educativas han generado tanta discusión como la que produjo el Decreto 230 de 2002. En el momento de su promulgación, un verdadero tsunami de comentarios a favor y en contra inundó las páginas de la prensa y, por algún tiempo, se convirtió en el único tópico de conversación en el salón de profesores de todos los colegios del país. Como cosa excepcional Colombia, siempre abrumada por noticias aparentemente más urgentes e importantes, le ponía atención a un tema educativo.

Pero como suele suceder, muy pronto otras noticias desplazaron el interés de los comentaristas, todos con períodos de atención muy cortos, y así el decreto desapareció casi por completo de la discusión pública. Esto, en parte, sirvió para que se estudiara con serenidad en su totalidad y no sólo en sus aspectos más controvertidos, y para que las instituciones iniciaran el proceso lento de acomodarse a él. Dado el vacío normativo que existía hasta entonces en aspectos clave de la vida cotidiana de las instituciones educativas y de sus miembros, muchas de ellas acogieron con entusiasmo las normas claras y precisas que el decreto fijaba en materia de currículo, plan de estudios, evaluación, calendario académico, criterios de promoción, etc. Los padres de familia, más que nadie, celebraron que quedaran atrás los crípticos informes sobre el rendimiento de sus hijos, que los obligaba a acudir a un especialista para su interpretación, y las arbitrariedades absurdas como el caso de estudiantes que no habían podido graduarse porque debían el logro del Florero de Llorente o el del tercer caso de la factorización de trinomios. Agradecieron también que la promoción o no de los estudiantes pasara a ser una decisión que toma la institución como tal y que no dependiera del capricho de un docente o de unas décimas que faltaron o sobraron. Por otro lado, como consecuencia del decreto, el país finalmente se sentó a hacer una tarea que tenía pendiente desde hacía mucho tiempo: formular unos estándares básicos de competencias en las distintas áreas del conocimiento.

Los dos aspectos del decreto que despertaron la mayor controversia fueron: la escala de evaluación (Excelente, Sobresaliente, Aceptable, Insuficiente y Deficiente) y el porcentaje fijado para la repitencia máxima que puede permitirse un colegio. En cuanto al primero, mi impresión es que las instituciones finalmente comprendieron la sentencia de Shakespeare ("Una rosa, con cualquier otro nombre, huele lo mismo"), y se adaptaron a ella sin problemas. En cuanto al segundo, a pesar del escándalo que suscitó, tuvo el efecto inmediato de frenar casi en seco, e incluso reducir los índices crecientes de repitencia y deserción existentes, sin el detrimento de la calidad que se vaticinó. Este comentarista ya ha expresado (El Tiempo, junio 5 de 2007) la conveniencia de dejar a las instituciones en libertad de fijar su porcentaje de promoción, pero con la obligatoriedad de hacer públicas y visibles sus tasas de repitencia y deserción, y el firme compromiso de cada una de ellas de adoptar medidas si éstas son excesivas.

Si no faltan los llamados para reformar la letra del Himno Nacional, con mayor razón no faltarán para reformar un decreto de esta naturaleza, y así como para la reforma de nuestro himno, antes de proceder se necesitan propuestas serias, bien pensadas y que sean realizables. Estas han sido escasas y no se vislumbra por ningún lado un consenso. Como a tantos, a mí no me gusta aquello de "La Virgen sus cabellos arranca en agonía y de su amor viuda los cuelga del ciprés", pero por ahora no hay nada distinto que proponer.

(*) Bernardo Recamán Santos es matemático y educador. Su último libro, ¡Póngame un problema!, fue publicado en 2006 por Magisterio. Entre enero 2001 y agosto de 2002 fue Director de Calidad de Educación Preescolar Básica y Media en el Ministerio de Educación.

El Decreto 230, seis años después, al tablero no.44
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