Actualizado el 24 de Julio de 2013

Un breve ejercicio narrativo a la luz del Programa Todos a Aprender. Óscar Ramírez Villegas

Me siento orgulloso de estar en este grupo de formadores y me comprometo hasta los tuétanos con los objetivos del programa.

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Llegué al Colegio Lacordaire por insistencia del rector de la época, el sacerdote Antonio Ceballos, quien me contrató a pesar de mi inexperiencia y para reemplazar a un profesor de toda la vida, de nombre Hernán Vélez. Digo por insistencia, porque en esos años los egresados de Univalle éramos estigmatizados por ser revoltosos y contestatarios pero el padre Ceballos se la jugó conmigo; recién egresado, estudiante de maestría en Lingüística, más joven que el anterior profesor, irreverente pero con ganas de trabajar así fuera en un colegio católico, privado y muy exigente. Empecé orientando la cátedra de español y Literatura desde el grado séptimo hasta el undécimo y como director de séptimo, luego octavo hasta el último; con grado y todo, examen de estado, excursión y las profundas crisis de la adolescencia de mis estudiantes. Todavía hoy estoy en contacto con casi todos mis pupilos; casados, con hijos, profesionales, calvos algunos, otros barrigones porque conformaron una red de egresados e invitaron a algunos maestros a participar en ella.

Se reúnen con cierta regularidad. Celebran hasta la compra de un florero y demuestran su amistad, además de lo anterior, con su jerga adolescente pletórica de expresiones particulares y con sus apodos por supuesto en los chats diarios que llegan a mi correo. Hablan con mucha libertad de su paso por el colegio y las particularidades de algunos de sus maestros; los 50 problemas de matemáticas que dejaba el profesor para resolver durante el fin de semana con examen incluido; de la lectura obligada de los textos y exámenes de 7 hojas que realizaba el profesor de Español; de las manías y expresiones propias de los profesores, pero no de todos, sólo de algunos.

Esta práctica pedagógica la comencé a construir desde esa época pero hoy, aquí sentado, tratando de convertir la formalidad en deseo, trato de recordar detalles de mi relación con los estudiantes con el fin de reflexionar sobre mi quehacer a partir de referentes actuales que irremediablemente me llevan hacia el pasado. Quiero pensar que he alcanzado algún tipo trascendencia como maestro porque esos estudiantes, otrora niños y adolescentes, hoy son adultos y están ahí presentes no solo en la red sino físicamente porque cuando me reúno con ellos me siento bien como ser humano y un abrazo de su parte, sé que es sincero.

Asumía la clase muy seriamente no solo por el contexto académico sino por mi visión sobre la educación y sobre todo, porque aquello me daba lo necesario para vivir. Debía cumplir con unos contenidos establecidos por la institución en virtud de un colegio de resultados para figurar, no solo en la región sino a nivel nacional pero me daba mis mañas para hablar sobre lo que me gustaba más, la poesía, la novela, los cuentos y algunas cosas sobre teatro. Cuando hablaba sobre la poesía de Baudelaire terminaba recitando Arte poética y el Albatros. Les quería hacer ver que la poesía era la vida y que para escribirla no se necesitaba sino ganas. Ellos, en silencio, tomaban apuntes; no sé si aburridos o adormilados por el susurro de mis palabras pero yo estaba convencido de que estaba haciendo muy bien mi trabajo.

Descubrí que Javier, no tomaba apuntes sino que hacía dibujos con base en mis narraciones y yo lo dejaba. Curiosamente, Javier es Arquitecto, pintor y profesor de artes plásticas. Pero tenía mi estudiante preferido quien se convirtió en un gran lector; se metió a estudiar Literatura en la Universidad del Valle y después de cuatro semestres me dijo: Oscar, he descubierto que puedo hacer la literatura desde mi casa y me voy a estudiar Medicina en la de Caldas para poder vivir. Hoy día, Octavio es médico, magister en Filosofía y estudiante del Doctorado en Humanidades de la Universidad del Valle.

Como estas, hay otras historias llamativas que no deseo asumir como triunfos de mi práctica pero que me llevan a pensar que hice bien algunas cosas a pesar de las tensiones surgidas en el interior del campo en el cual estaba inmersa esa institución. Esto y muchas más cosas surgen cuando pienso en las bondades del Programa todos a Aprender, y es que más allá de propender por mejorar cuantitativamente la calidad de la educación, es tener la maravillosa oportunidad de pensar sobre lo que hacemos como maestros en la quijotesca tarea de formar seres humanos, tolerantes, críticos, justos y sobre todo forjadores de verdaderas familias y por ende de sociedades con identidad y esencialmente democráticas. Por ello, me siento orgulloso de estar en este grupo de formadores y me comprometo hasta los tuétanos con los objetivos del programa que nos concita y procuro porque los tutores, maestros, niños, padres de familia y todos los miembros de la sociedad, hagan lo mismo, y se comprometan por ser siempre mejores.

Si he perdido la vida, el tiempo, todo
lo que tiré, como un anillo al agua,
si he perdido la voz en la maleza,
me queda la palabra.
P. Ibàñez