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Yolanda Reyes (*)
Leer para crear y transformar el mundo

Hace algunos años "saber leer y escribir" era una expresión que servía de rasero para separar a los que firmaban con una cruz, de aquellos que podían llenar un formulario o elegir el bus correcto. Esta división entre lectores y no lectores, con la que aún se colectan estadísticas, descansa en un concepto instrumental de alfabetización que dista mucho de caracterizar a los miembros activos de la cultura escrita.

Las razones para hablar de la lectura en el sentido amplio de acceso pleno al lenguaje como forma de pensamiento, expresión y comunicación, se sustentan en los hallazgos de disciplinas como la semiótica, la lingüística, la psicología, la pedagogía y la literatura. Gracias a esos hallazgos, hoy sabemos que leer es un proceso de negociación de sentidos y que el lector no se limita a extraer un significado dado de antemano por un texto inmutable y unívoco, sino que despliega una compleja actividad psíquica para construir múltiples significados. En lugar de repetir o subrayar "la idea principal", leer es participar de un diálogo entre un autor, un texto -verbal o no verbal- y un lector con todo su bagaje de experiencias, de motivaciones, de actitudes y de preguntas, en un contexto social y cultural diverso y cambiante.

Abordar la formación de lectores desde esta perspectiva implica, en primer lugar, concebirla como un proceso que se extiende durante un periodo prolongado en el desarrollo de las personas; que se inicia desde la primera infancia, mucho antes de la alfabetización formal, y que se da como resultado de una enseñanza y a partir de oportunidades para participar en una multiplicidad de prácticas de lectura con diversidad de propósitos, textos y destinatarios. En segundo lugar, entender que el acceso a la lectura transforma la estructura cognitiva y emocional del sujeto, al brindarle una herramienta poderosa para operar simbólicamente sobre la realidad y crear mundos posibles, más allá de las coordenadas concretas del aquí y el ahora.

Si un lector es aquel que puede abordar diversos textos, transformándose y transformándolos, enseñar a leer y a escribir significa, fundamentalmente, ofrecer a las personas la oportunidad de pensar de una forma distinta. La capacidad de examinar y de elegir opciones, de relacionar ideas, de interpretar y juzgar, de descifrarse, expresarse y también de "ponerse en la piel" de otros seres humanos, en otros tiempos y espacios, abre las perspectivas del pensamiento, de la sensibilidad y de la imaginación y se constituye en dispositivo para seguir aprendiendo durante toda la vida.

Replantear el papel del lector como sujeto activo tiene hondas repercusiones en nuestra forma de enseñar a leer y a escribir, pues supone concebir al niño, desde los inicios de su vida, como partícipe en esa tarea de construcción de sentido. Ahora sabemos que los niños y las niñas despliegan una actividad interpretativa de gran riqueza emocional y cognitiva mucho antes de acceder al proceso de alfabetización formal y que, por consiguiente, su iniciación como lectores no se da cuando se sitúan repentinamente frente a una cartilla, sino desde que sus padres y sus primeros maestros les ofrecen esas "envolturas de palabras" -historias, poemas, conversaciones y toda clase de textos- para "leerse" en ellos.

El reconocimiento de las posibilidades interpretativas de los niños supone también una concepción orgánica del proceso de lectoescritura. Los llamados aprestamientos de "pre-lectura" o "pre-escritura" están revaluados, en tanto que desconocen la construcción de sentidos diversos, inherentes a todo acto lector, mucho antes de la alfabetización. Al "leer" las imágenes de un libro, al sentir la música de un poema, al identificarse con un personaje o al inventar una historia, los niños son lectores plenos, así no sepan decodificar, y esto supone también un replanteamiento de los "plazos" de enseñanza de la lectura. La idea, aún arraigada en la comunidad educativa, según la cual se aprende a leer y escribir en uno o dos años lectivos, da paso a la concepción de un movimiento más amplio, a la manera de un "continum", que se inicia desde el nacimiento, que transcurre entre textos significativos, que requiere un trabajo permanente y que se perfecciona a lo largo de la vida. Esta idea modifica, por supuesto, las prácticas de escritura que son parte indisoluble del binomio interpretación-expresión: si un lector es también coautor, el lenguaje -o mejor todos los lenguajes, desde los primeros garabatos- pueden verse como manifestaciones de la forma como emerge y se va construyendo una voz particular.

Brindar esas herramientas es, en el fondo, permitir que cada cual se invente la propia vida. Saber que en el horizonte de las páginas existen posibilidades para descifrarnos, construirnos, transformarnos y expresarnos es condición esencial, no sólo para la formación de cada persona, sino para el ejercicio de la ciudadanía y para el desarrollo del país. La lectura y la escritura, así concebidas, dejan de ser lujos para las minorías ilustradas y adquieren el estatus de derechos fundamentales que garantizan condiciones básicas de aprendizaje, de participación crítica y deliberante y de equidad de oportunidades.

Desde ese punto de vista, enseñar a leer y a escribir es un acto político y cultural de enorme trascendencia, que sólo resulta posible a través de un trabajo de equipo entre la familia, la institución escolar, el Estado y otros sectores culturales y productivos de la sociedad. Garantizar una inversión sostenida durante el largo proceso de formación de un lector supone, más allá de buenos propósitos o de campañas esporádicas, asegurar recursos financieros y humanos que brinden dos condiciones básicas: de una parte, la dotación de materiales -pues enseñar a leer sin libros es como enseñar a montar en bicicleta por correspondencia- y, de otra parte, la posibilidad real de acceder a ellos, mediante la formación de mediadores de lectura, es decir, de padres, maestros y bibliotecarios, que tiendan puentes entre lectores y textos.

Si hoy sabemos que crecer entre libros puede otorgar a los niños el poder para habitar otros mundos más equitativos, flexibles y diversos y -también hay que decirlo- menos conformistas, brindarles a todos por igual la posibilidad de explorar múltiples versiones y de crear finales abiertos para que lean y escriban una historia diferente, debería ser una prioridad nacional. Es una tarea costosa y hay que hacerla a varias manos. También conviene tener claro que nos tomará muchos... pero muchísimos años.

(*) Educadora, investigadora y periodista

Leer para crear y transformar el mundo; Altablero No.40
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Altablero No. 40, MARZO-MAYO 2007
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